miércoles, 15 de febrero de 2017

Ignacio, el profesor de Religión

Hace unos días, en Calle Compañía, me encontré con el Padre Ignacio. Nuestro Profesor de Religión. Me dio una tremenda alegría verle.  Para Ignacio como para todos, los años no pasan en vano, y nuestro antiguo profesor iba tranquilamente paseándose el domingo por la mañana disfrutando de las apacibles calles del centro de Málaga.

Cuando conocí al Padre Ignacio fue la primera vez en mi vida que tuve contacto con un cura con el que se podía hablar. Hay que apuntar que prácticamente nunca tuve contacto con cura alguno en toda mi infancia ni formación religiosa cuando joven.

Yo me crie en un país laico, y sé de mucha gente que no lo entiende, no entiende qué es eso, o posiblemente, haya que decir que ni se lo imaginan. La idea que básicamente se hace la gente de lo que la vida te va a brindar es la de quedar encasillado, moldeado, marcado o identificado, sin comprender exactamente que en la vida hay posiciones que te dejan fuera del molde y que nunca corresponderán ya a una identidad de un signo u otro, a una línea definida. 

Si, un cura con el que se podía hablar. Para mí, eso era, en cierto modo, sorprendente. Ignacio tenía una autoridad que en realidad no ejercía, sino que se ganaba por mérito propio, clase tras clase y que emanaba de sus alumnos/as que simplemente, le querían. Descubrí entonces que la autoridad en realidad es algo más acorde con el respeto que te otorgan los demás que con cualquier objetivo, deseo, fuerza que uno quiera o pueda tener.

Ignacio fue un profesor sorprendente. Era simpático, amable, se reía con sus alumnos. A pesar de la idealización que muchos en España, siempre con ideas miméticas con respecto a lo foráneo, pudieran tener de la escuela en Francia, jamás había visto, ni se me había pasado por la cabeza, que alumnos y profesores pudieran tener una relación de casi amistad como la me encontré aquí.
Me cautivó este aspecto del IES Sierra Bermeja. Ignacio alejaba la institución como tal y lo que percibíamos era el hombre. No era el único profesor que tenía ese estilo, pero marcaba una diferencia su alegría y buen humor constante.

Yo me había criado en Francia y era fruto de la escuela laica. Las relaciones que conocía con los profesores eran mucho más distantes, severas y el peso de lo que se decía, o se expresaba parecía tener mucha más fuerza, importancia que la forma con la que se decían aquí, aunque no forzosamente más razón. ¿A qué se debía esta percepción mía? ¿Al lenguaje? ¿Al humor, al buen humor? ¿Se podía aprender y reírse al mismo tiempo?

Francia tenía su propio sistema de presión o de represión, invisible para los y las chavales/as del IES con los que empezaba a relacionarme y que sólo concebían a España, su propio país, como lo peor.  Era un tópico y en aquel entonces la frustración se palpaba. Francia había logrado un estado del bienestar con el que soñaban los españoles. Paralelamente su sistema de aborregamiento era mucho más opaco desde la óptica española de la época. Los franceses, mostraban su simpatía con muchos emigrantes españoles y sobre todo con los exiliados, que soñaban con los ecos de transformaciones prometedoras que llegaban desde España, de lo que los españoles estaban construyendo.

Aquí, todo lo de fuera aparentaba, por lo tanto, ser mejor.

En ese marasmo, yo aprendía a doble velocidad, y con visión bifocal por eso de la doble cultura que iba adquiriendo y que nunca dejé se solapara con la mía. 

Allí, en Francia las relaciones con otros curas no fueron siempre plato de buen gusto. Vivíamos en una frontera religiosa y no sé muy bien si, como derivación, una frontera mental. Del otro lado de la montaña (ya la vertiente suiza) eran calvinistas (Ginebra). La religión, en nuestra región, era una cuestión personal y muchas veces la percibíamos como perteneciente al ámbito íntimo de las familias.
El pueblecito donde vivíamos eran tan pequeño, que el cura sólo venía los domingos de un pueblo que estaba a unos 20 kilómetros. Cuando había nieve, calentar la iglesia era un desafío imposible y traer a un cura, más. Además, la experiencia de los pocos emigrantes españoles que a veces, visitaban a mis padres los domingos por la mañana, era el haber vivido la religión como un instrumento al servicio del Estado.  En un país en el que uno podía pensar y expresarse libremente como era Francia las preocupaciones, más que espirituales, eran de orden cotidiano. Los emigrantes hablaban de horarios, de turnos de equipo 3/8, de seguridad y de accidentes en el trabajo, de jefes, de producción, de salario, de "Sécurité Sociale", y de una empresa mejor que otra o de un patrón "bueno" y de un patrón "malo". Las preocupaciones eran por los hijos, por el idioma y por la integración. Los desvelos eran por los hijos que perdían el contacto con la tierra, con los abuelos, con la familia.

Es decir, todo aquello a lo que renunciaban. Su vida real, la auténtica, la que más pesaba, la española, se convertía en un sueño inalcanzable. Ese era el fundamento espiritual del emigrante. Estaba sin estar, era sin ser, vivía sin vivir.

La emigración era como la antesala del anhelado retorno. La elevación del alma se producía, cuando por la noche, se oía una voz por la radio: Radio Exterior de España. La máxima aspiración era conectar con el alma de un pueblo, de un país, lejano, muy lejano y que se alejaba aún más cuanto mayor progreso e impulso industrial y cultural se producía en Europa. 

Al regresar, descubrí que, aquí también las fronteras religiosas, estaban ya construidas. A veces, en lugar de fronteras orográficas que hubieran podido justificar su existencia por haber servido históricamente como defensa o aislamiento geográfico histórico eran más bien barricadas o trincheras mucho más sangrantes y artificiales, aunque también históricas y sobre todo sociales y culturales.

Parapetos perfectos desde los que apuntar al otro.
La religión era un fenómeno desbordante, estaba presente en todo, en las relaciones sexuales de la gente, en manifestaciones como sacar de las iglesias las imágenes, en las conversaciones de los jóvenes y en todo lo identitario, canciones, literatura, horarios y costumbres y en nuestro centro en particular, la costumbre de referirse al salón de Actos como "la Capilla" aún perduraba. La dicotomía entre los valores cristianos y la religión institucional era explosiva.

Ignacio nunca fue una persona desagradable sino todo lo contrario. Nada que ver con las imposiciones, con las fronteras o los límites que yo percibía como un meteco. Creo que comprendió muy bien que mi necesidad de identidad (un español que nunca había tenido contacto con la cultura y con la historia reciente y sangrante de su propio país) chocaría tarde o temprano con mi necesidad de conciliar esos orígenes culturales laicos, esos lazos perdidos en la infancia, con una identidad española. Su papel en mi formación representó la de ser el puente entre dos mundos muy diferente. Creo que con los años, ni él mismo llegó nunca a sospechar lo que yo extraje de sus clases, de sus conversaciones y sobre todo de sus actitudes abiertas, solicitas y animosas.

En este encuentro del domingo, y como siempre ocurre en estos casos, los recuerdos afloraron de inmediato, ... "Si, ya me acuerdo de ti, tú eras: el francés y estabas un poco perdido, ..." Me resumió perfectamente. Se acordaba de mí como su antiguo alumno.

Creo que me dijo que tenía 84 años, lo vi con un semblante parecido al que guardé de aquellos años 80 y 81 en los que nos daba clases: alegre, sonriente, positivo, y antes de todo eso, afectuoso, de trato amigable y jovial.

Empezó a hablarnos de sus achaques ... que si tengo esto, y que si he tenido lo otro... Le corté en seco, temeroso de que el ánimo decayera y le dije: "pero no nos dice usted toda la verdad, ni nos habla del montón de fans que usted ha dejado atrás, de tantos y tantas alumnos y alumnas que le recuerdan con aprecio y de tanta gente que le reconoce su labor educativa y pastoral". 

El tono estaba dado, D. Ignacio Mantilla de los Ríos y Rojas, nuestro viejo profesor, recobró los recuerdos que lo transportaron a esos años, difíciles a veces, según él mismo nos recordó, convulsos.

En eso, volvieron a mi mente toda una colección de conversaciones, pero, aunque no siempre compartiéramos las ideas de transformación de la sociedad que por aquel entonces prevalecían, identificaban, y permitían tan fácilmente cumplir con esa necesidad superior en el ser humano como es sentirse parte del grupo, sí llegamos rápidamente a lo que queda hoy: el afecto, el cariño y el gusto por la charla de clase, el diálogo educativo, constructivo, a aquello que él se dedicó a sembrar.

En ese sentido y con sentimientos de aprecio, mencionó a muchos antiguos profesores del IES, a directores, y a antiguos alumnos que destacaron por unos motivos u otros.

Con un abrazo cerramos el encuentro y la conversación que aún sigo disfrutando hoy con la promesa de continuar en contacto. Ojalá podamos verle pronto en el IES cuando llegue el 50 aniversario.



 

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